¡Hostia cómo duele! Cómo duele verte pasar de mi sin darte cuenta. Qué difícil es verte sin que me veas y que me oigas sin escucharme. Que te lo digo una y mil veces, que te quiero, que te quiero para mi y solo para mi.
Y es que se me cae el alma a los pies cuando escribes indirectas a alguna otra que no soy yo en las redes sociales. Que odio ver cómo sonríes mirando a la pantalla encendida del móvil, o como vislumbras cada chica que pasa por nuestro lado en la discoteca, porque yo estoy ahí, mirándote a ti y riendo contigo.
Y mis amigos me repiten, una y otra vez, que ya te darás cuenta, o que debería olvidarme de ti. Pero no quiero, no quiero quedarme con las ganas; con tus ganas. Quiero verte todos los días y que tu me mires, quiero oírte llegar a casa y que tu me escuches cuando sueño. Quiero tocarte por la calle y que tu me sientas en la cama.
Y me cabrea y me hierve la sangre cada vez que tu decides olvidarte de que yo estoy ahí y que no tienes que buscar más lejos. Que me encantaría poder acercarme un poco más y dejar la vergüenza en el ropero con el abrigo. Me gustaría poder echar a volar con las alas que tu me das.
En definitiva, que querría dejarme de tonterías, de indirectas no tan directas y de entradas de un blog intrascendente que jamás llegarás a leer y plantarme en tu casa a las 3 de la mañana y gritarte bajo la lluvia que te quiero. ¡Qué pena que hoy no llueva!